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viernes, 1 de abril de 2011

Incursión al Olimpo.



Mi amigo Álvaro está unos días de visita en la ciudad.

Una de sus nuevas aficiones en el montañismo.

No hay más que hablar. Hay que hacer un hueco al Olimpo en la agenda de uno de los días.

El Olimpo está a 90 kilómetros de Salónica. La carretera es buena y recta. En una hora y media se puede plantar uno a los pies de la montaña. 

Conviene estudiar el mapa antes de ir para que no le pase a uno lo que me pasó a mí la primera vez. Guiado por la intuición me desvié de la ruta metiéndome en la ciudad de Katerini…

Uno tiende a echar la culpa de sus fallos al volante al copiloto. En él descargamos nuestras frustraciones. Pero como la montaña está allí, sigo. 


Lo primero es seguir la calle principal o, como las ovejas, ponerse detrás del rebaño y dejarse llevar. A treinta metros se ve un semáforo y seguro que allí te indican cómo llegar al Olimpo. Pero nada, no hay manera. Aquello del fondo, que parecía una señal, ahora no lo es. Llega un momento en que los coches a los que seguías han desaparecido y te encuentras solo ante el peligro como Gary Cooper. La carretera se estrecha y ¡la montaña se ha movido! 

A lo lejos se ve alguna casa, pero la sensación de ir a ninguna parte se ha apoderado ya del coche. No queda otra que dar la vuelta y volver atrás. La solución a la que recurre el piloto es la de aprovechar un cruce con camino de tierra para salirse y girar a lo bruto. Acelerará a tope y sin mediar palabra se resignará. 


Otro clásico es el de echar la culpa al pobre hombre que te indicó cómo salir del laberinto. Intentó ayudarte pero tú te liaste solo. Pero como el piloto nunca se equivoca, en esas estamos. Aquel viejo nos ha engañado.

Nos ponemos a mirar el reloj y a quejarnos del calor. No hay manera de salir de allí y el número de semáforos parece haber aumentado. Nuestro gozo en un pozo. El madrugón no sirvió para nada porque perdimos más de una hora en aquel infierno.

Todos estos tópicos se cumplieron en Katerini. De haber seguido recto por la autovía hubiéramos llegado en menos de diez minutos. Dan ganas de golpearse la cabeza con el cristal.

La primera incursión al Olimpo me supo a muy poco. Debido al retraso provocado por la equivocación del copiloto, llegamos a eso de las once. 


A la montaña hay que llegar pronto o estar ya allí el día anterior para poder aprovechar mejor el día. Con el coche nos pusimos a subir por la carretera y, en menos de media hora, casi habíamos llegado a Prionia. Poco antes de llegar, sin embargo, dimos la vuelta y fuimos al antiguo monasterio de San Dionisio. De Prionia en adelante no hay carretera y hay que seguir a pie. De todas maneras, el objetivo del viaje no era el de subir sinó el de echar una caminata. 

Apenas quedan cuatro paredes en pie del antiguo monasterio, aunque eso es lo de menos. Lo mejor de todo es el paisaje y la montaña. Un río recorre la zona baja y hay puentes de madera que lo cruzan. Hay nieve, aunque no mucha. Caminamos un rato y luego cogemos el coche para ir a comer. 


Durante la subida habíamos visto un restaurante con mirador que tenía buena pinta. Desgraciadamente, no hay ninguna alternativa. El restaurante es muy malo. A la vuelta hacemos una parada estratégica en la playa de Katerini para tomar el café. Hay jugadores de palas en la playa que acaban metiéndose en el mar. Imagino que el agua estará fresca, aunque hace mucho sol y calor. ¡Estamos a principios de febrero!

Lo dicho, una primera cata inofensiva y que me dejó un regusto agridulce.

Para la segunda expedición iba física y psicológicamente preparado. Me había comprado los accesorios necesarios para caminar sin problemas. 

La víspera de la subida reservamos habitación en Litojoron, que es el pueblo que está bajo la montaña. Los hoteles y las tabernas viven del turismo, aunque en la época que vamos está vacío. Los fines de semana hay más movimiento, sin duda, pero en pleno invierno se ven pocos escaladores. Suele hacer frío y hay nieves perpetuas en según que zonas, cosa que dificulta mucho la ascensión.

Nuestra idea es la de subir en coche hasta Prionia y allí dejarlo. Empezar a caminar en Prionia cuesta arriba y llegar hasta unas cuevas que hay por ahí -Agios Agapitos-. La víspera pregunto al encargado del hotel si la carretera está limpia de hielo y me dice que sí. 

Vamos a subir el viernes. No las tenía todas conmigo porque el lunes de esa misma semana había caído una nevada de aúpa. Pero los demás días habían sido soleados y nada hacía prever los que sucedería horas después. 

Cenamos un plato de pasta con salsa y una Fix de medio litro cada uno. Ronca.

A las 7:15 de la mañana estamos listos para la marcha. Álvaro me presta uno de sus palos, que al final van a resultar fundamentales tanto en la subida como en la bajada. Cogemos el coche e iniciamos la subida en dirección a Prionia. Hay trozos de hielo muy pequeños en la calzada que puedo esquivar sin dificultad.


Pero poco después, el hielo ocupa todo el ancho de la carretera. Son unos 50 metros escasos. Noto como las ruedas resbalan aunque el coche sigue avanzando. Desgraciadamente, el coche no da más de sí. Cuando apenas quedaban unos pasitos para llegar al otro lado, el coche se va hacia atrás. ¿Con el pie en el acelerador casi a tope e incluso pisando el freno, el vehículo se va hacia atrás?

Lo intenta él, lo intento yo, bajo del coche a ver si puedo hacer algo, Álvaro empieza a dar golpes inútiles con su palo en el hielo… Me dejo llevar por el pesimismo. De aquí no salimos. Él se adelanta a pie un tramo y se percata de que más arriba hay más hielo. No hay nada que hacer. Las ruedas de delante resbalan de mala manera. La tracción del coche está en las ruedas delanteras. Por suerte, aunque con cierto riesgo, consigue dar marcha atrás hacia un lateral donde no hay hielo. El coche se estabiliza y podemos dar media vuelta. Cambio de planes.

El plan b es el de regresar hasta Litojoron y empezar desde allí. Es decir, ir subiendo hasta donde se pueda, porque Prionia queda muy lejos a pie. Álvaro se saca del bolsillo un GPS -o algo así-. Para mi sorpresa, el GPS nos conduce a la salida exacta del camino.

El camino está señalado con marcas rojas así que, en teoría y si no las borra la nieve, no nos perderemos. En la parte baja el camino es ancho y bonito. Vamos por la vega del río y lo cruzamos poco antes de iniciar la ascensión. A los pocos minutos la cosa se complica: todo está nevado. Por suerte, alguien ha pasado antes que nosotros y ha dejado sus huellas en el suelo blanco. Aquellas huellas y el palo que me ha prestado mi amigo serán mi salvación.


A medida que ascendemos el paisaje mejora. A pesar de no ir ya pegados al río, seguimos bordeándolo desde las alturas. Las vistas son espectaculares. Con un ojo en el precipicio y otro en el suelo, intento seguir el ritmo que me marca mi compañero. Parece un sherpa de esos. En algunas curvas lo pierdo de vista y otras veces, cuando hay una en herradura, me lo encuentro diez metros encima de mí. 


Por culpa de la nieve el ritmo es más lento de lo deseado. Realizamos pequeños parones para comer alguna galleta y beber agua. Durante la subida realizo algunas fotos sin dejar de sujetar el palo salvador. El palo evita que me caiga en diversas ocasiones en las que resbalo por culpa del hielo.


Pasan las horas y el camino parece no tener fin. La nieve evita que podamos ver un paisaje demasiado variado. De vez en cuando hay algún puente de madera debajo del cual fluye agua. 


El terreno es un auténtico rompe piernas, con constantes subidas y bajadas. Pasadas unas horas, la ruta baja hasta encontrarse otra vez con el río principal. No nos acordábamos ya de él, a pesar de que lo oíamos ahí debajo. En verano vendré a bañarme aquí, me digo.

Tras tres horas largas de caminata y teniendo en cuenta que queda un regreso igual de pesado, decidimos parar a comer. Con el estómago lleno volveremos minutos más tardes. Jamón, chorizo, pan y agua. Ese es el menú. El chorizo es del que mancha las manos.


La vuelta se me hace durísima. Por suerte salimos con tiempo y no se nos echará encima la oscuridad. No puedo dejar de pensar en la posibilidad de que alguien se haya podido quedar alguna vez tirado en medio de la montaña. ¿Quién se entera? ¿Cómo lo sacan? Estuvimos -y es lo que más me gusta- más de tres horas sin ver a nadie. La naturaleza y nosotros. Los sonidos de las montañas y del río. Creo oír voces y mi compañero me toma por loco. No podía entender lo que me decían pero las oía, vive Dios.


La rótula de la pierna izquierda no puede más. Subo los escalones con la derecha y la otra es literalmente arrastrada. Bajamos tensionados por culpa de la nieve. Quieres correr pero no puedes porque tienes miedo a acabar en el suelo. Además, los escalones hechos de troncos, están semienterrados por la nieve y no se ven. Son traicioneros.


Finalmente, conseguimos llegar al pueblo. No sabemos por qué pero no entramos en el pueblo por el sitio por el que habíamos salido. Tras tomarnos una coca cola y una cerveza, vamos al coche, nos cambiamos los calcetines y demás, y regresamos a Salónica.

No hicimos la cima pero mereció la pena. Ahora entiendo un poco mejor a esos alpinistas que no pueden dejarlo, que dicen que son adictos a la montaña. 

Hacemos la promesa de volver mirando hacia la cima de Mytikas, el pico más alto, desde abajo. La próxima vez no se nos escapa.  

A la tercera irá la vencida. Espero.



Nota de edición: a la derecha he añadido un álbum con el título de "La morada de los dioses" con fotos de la aventura. La montaña lo merece.

1 comentario:

  1. El "amigo", que soy yo, intentará reflejar sus impresiones de esta gran excursión en un apartado de este blog, si su creador me lo permite... Ya te lo enviaré para que les des un vistazo y lo publiques si quieres...

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